Érase una vez un ratón que vivía
en el campo y cuya vida era muy feliz porque tenía todo lo que necesitaba. Su
casita era un pequeño escondrijo junto a una encina; en él tenía una camita de
hojas y un retal que había encontrado le servía para taparse por las noches y
dormir calentito. Una pequeña piedra era su silla y como mesa, utilizaba un
trozo de madera al que había dado forma con sus dientes. También contaba con
una despensa donde almacenaba alimentos para pasar el invierno. Siempre
encontraba frutos, semillas y alguna que otra cosa rica para comer. Lo mejor de
vivir en el campo era que podía trepar por los árboles, tumbarse al Sol en
verano y conocer a muchos otros animales que, con el tiempo, se habían
convertido en buenos amigos. Un día, paseando, se cruzó con un ratón que vivía
en la ciudad. Desde lejos ya se notaba que era un ratón distinguido porque
vestía elegantemente y llevaba un sombrero digno de un señor. Comenzaron a
hablar y se cayeron tan bien, que el ratón de campo le invitó a tomar algo en
su humilde refugio. El ratón de ciudad se sorprendió de lo pobre que era su
vivienda y más aún, cuando el ratón de campo le ofreció algo para comer: unos
frutos rojos y tres o cuatro nueces.
– Te agradezco muchísimo tu
hospitalidad – dijo el ratón de ciudad – pero me sorprende que seas feliz con tan
poco. Me gustaría que vinieras a mi casa y vieras que se puede vivir más
cómodamente y rodeado de lujos. A los pocos días, el ratón de campo se fue a la
ciudad. Su amigo vivía en una casa enorme, casi una mansión, en un agujero que
había en la pared del salón principal. Todo el suelo de su cuarto estaba
enmoquetado, dormía en un mullido cojín y no le faltaba de nada. Los dueños de
la casa eran tan ricos, que el ratón salía a buscar alimentos y siempre
encontraba auténticos manjares que llevarse a la boca.A hurtadillas, ambos se
dirigieron a una mesa gigantesca donde había fuentes enteras de carne, patatas,
frutas y dulces. Pero cuando se disponían a coger unas cuantas cosas, apareció
un gato y los pobres ratones corrieron despavoridos para ponerse a salvo. El
ratón de campo tenía el corazón en un puño. ¡Menudo susto se había llevado! ¡El
gato casi les atrapa!– Son gajes del oficio – le aseguró el ratón de ciudad –
Saldremos de nuevo a por comida y luego te convidaré a un gran banquete.Así fue
como volvieron a salir a por provisiones. Se acercaron sigilosamente a la mesa
llena de exquisiteces pero ¡horror! … Apareció el ama de llaves con una gran
escoba en su mano y empezó a perseguirles por toda la estancia dispuesta a
darles unos buenos palos. Los ratones salieron disparados y llegaron a la cueva
con la lengua fuera de tanto correr.
– ¡Lo intentaremos de nuevo! ¡Yo
jamás me rindo! – dijo muy serio el ratón de ciudad.
Cuando vieron que la señora se
había ido, llegó el momento de salir de nuevo a por comida. Al fin consiguieron
acercarse a la mesa no sin antes mirar a todas partes. Hicieron acopio de
riquísimos alimentos y los prepararon para comer.Con las barrigas llenas se
miraron el uno al otro y el ratón de campo le dijo a su amigo:
– Lo cierto es que todo estaba
delicioso ¡Jamás había comido tan bien! Pero voy a decirte algo, amigo, y no te
lo tomes a mal. Tienes todo lo que cualquier ratón puede desear. Te rodean los
lujos y nadas en la abundancia, pero yo jamás podría vivir así, todo el día
nervioso y preocupado por si me atrapan. Yo prefiero la vida sencilla y la
tranquilidad, aunque tenga que vivir con lo justo.Y dicho esto, se despidieron
y el ratón de campo volvió a su modesta vida donde era feliz.
Moraleja: si
el tener muchas cosas no te permite una vida tranquila, es mejor tener menos y
ser feliz de verdad